jueves, 2 de abril de 2009

E.

Era un trovador despistado, un cáliz sin memoria. Con paso distraído y mirada ojerosa, siempre tenía un mal consejo que dar porque, en el fondo, la gente le daba igual y el mundo, a veces, también.
¿Sería Dios? ¿Sabría la verdad absoluta que todos buscamos?
Era un héroe del fracaso y sus anécdotas y vivencias habían quedado plasmadas en los muros de Pompeya.
Nadie sabía quién era pero todos le conocían. Todos los que se cruzaban por su camino, ya sabían su nombre y una fuerza misteriosa les llevaba a pronunciarlo: E-ze-quiel. La gente le recordaba y nunca le había conocido, nunca había visto su rostro. Todos le añoraban sin haber compartido ni un sólo instante con él. En las paredes de las casas colgaban marcos vacíos y todo el mundo aseguraba que eran retratos de Ezequiel. Era un icono misterioso, una efigie conocida sin identificar, nadie sabía por qué le admiraban, pero tampoco se lo planteaban. Aparecía en todas las conversaciones y todos los rezos.
Sin embargo, a él no le importaba lo que ocurría a su alrededor, vivía sin vivir, caminaba sin rumbo y hablaba para sí mismo.

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